sábado, 25 de junio de 2011

De libros, ciencia ficción y realidad




En 1951, Isaac Asimov escribió un cuentito encantador que se llamaba “¡Cómo se divertían!”. La acción transcurre en el año 2157 y habla sobre chicos en edad escolar. Asimov imaginó que para esa época ya no se asistiría a la escuela sino que a través de las computadoras domésticas, los chicos recibirían clases, harían sus prácticas y leerían en pantalla, almacenando millones de textos en un chip. La escuela como edificio e institución habría dejado de existir y los libros serían materia del pasado.  Uno de los personajes muestra el libro de un abuelo, un ejemplar de hojas amarillentas y quebradizas. Los chicos de esta historia creen que una vez leidos, los libros se tiraban a la basura. La historia termina con la protagonista pensando cómo se divertían esos chicos que iban todos juntos a una escuela a aprender, y leían libros de papel … y los guardaban en lugar de tirarlos.
En 1953 Ray Bradbury publicó la que para mí es su obra cumbre: “Farenheit 451”. El título hace alusión a la temperatura a la que el papel se enciende espontáneamente: 230ºC, más o menos. Y es la historia de un bombero, pero no como lo conocemos nosotros, sino un “fireman” que así se dice “bombero” en inglés: un hombre que, en este caso, en lugar de apagar el fuego debe encenderlo. Los “firemen” de Farenheit 451 queman libros porque según el gobierno, leer libros provoca angustia. Según el gobierno, los hombres deben ser todos iguales y al comenzar a leer, se vuelven diferentes y eso los angustia. El protagonista, Guy Montag, comienza a dudar de su tarea, a pesar de que la sociedad entera, incluída su mujer, le dicen que está equivocado. La (única) información llega, por supuesto, a través de las pantallas de televisión omnipresentes en todos los hogares.  Resulta que Montag esconde una colección de libros, entre ellos una Biblia, y consigue hacer contacto con un profesor desempleado y juntos planean resucitar los libros para salir de la ignorancia. Obviamente, es denunciado por su mujer, es perseguido por el Estado y cuando logra huir, el país entra en guerra. Montag llega a un bosque habitado por académicos que se han ocupado, cada uno, de memorizar algún libro que consideren importante para imprimirlo nuevamente cuando los tiempos cambien. Los académicos circulan por el bosque y las ciudades recitando párrafos o estrofas de los libros que cada uno representa, a la espera de ese momento mágico en el que renacerán los libros. Mientras tanto, los transmiten oralmente para que no se pierdan.
Si bien el libro de Bradbury fue una respuesta directa al maccarthismo, a la quema de libros por parte del nazismo y  protesta ante las bombas de Hiroshima y Nagasaki, tanto esta obra como el cuento de Asimov tienen su granito de verdad profética.
Los libros siempre han sido objeto de persecución. Y no hablo de los autores sino del objeto material. Por supuesto, que a un autor le quemen los libros simplemente le adelanta lo que le está por pasar a él o a ella. Pero el acto de quemar un libro tiene un simbolismo terrorífico. La quema de libros está indefectiblemente asociada al terrorismo de Estado. Sea el Estado que sea. Porque no sólo los militares de la última dictadura quemaron libros. Los turcos quemaron la biblioteca de Alejandría, la Inquisición quemó libros prohibidos como el Talmud, la Santa Iglesia Católica mandó quemar Evangelios que no estaban escritos en latín: quemaron libros  el gobierno de los EEUU, el gobierno nazi, el gobierno comunista chino y el soviético; se quemaron ejemplares incunables de la Biblioteca de Bagdad cuando se saqueó el museo durante la invasión a Irak. Siempre es un acto imperdonable de violencia y un atentado contra la memoria, la educación, la historia, la tradición, el conocimiento y la libertad de expresión.
Es que Bradbury tenía razón y los libros son peligrosos. Te abren la cabeza. Te hacen pensar, y si empezás a pensar, podés pretender, por ejemplo, una vida mejor, un trabajo mejor, más libertad para elegir a tus gobernantes, más libertad para criticarlos y controlarlos; corrés el riesgo de volverte demasiado inteligente como para que te manipulen.
Al decir de un poeta del siglo XX:
“Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social. (…) Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros? (…)Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
El hombre inmenso que dijo las palabras que cito es Federico García Lorca, en ocasión de la inauguración de una biblioteca en su pueblo, en 1931.
No dejemos que los libros mueran. No dejemos a nadie sin un libro.

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 Mónica Sacco

 



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